Una tragedia que expone protocolos ignorados, poder económico, racismo y una peligrosa impunidad que rodea la muerte de la niña haitiana Stephora
La muerte de Stephora Anne-Mircie Joseph ocurrida el 14 de noviembre revela fallas graves, intereses cruzados y una peligrosa cultura de impunidad sostenida por élites y autoridades que permitieron negligencia y encubrimiento en la muerte de Stephora desde el primer momento. Stephora de 11 años de edad, falleció ahogada en la piscina de la excursión, y hoy martes se cumplen 19 días desde aquella tragedia que aún carece de respuestas.
Excelencia sin resguardo institucional
No estamos hablando de una niña cualquiera. Stephora había sido reconocida con un galardón de estudiante meritoria, un logro que no se regala: se gana con disciplina, empatía, esfuerzo y talento. Hablaba tres idiomas -un privilegio intelectual que ni siquiera muchos adultos logran alcanzar- y era conocida por su curiosidad, su sensibilidad y su capacidad para aprender con rapidez. Representaba exactamente el tipo de estudiante que cualquier centro educativo presume en sus campañas promocionales, pero que, en la práctica, no siempre protege.
En lugar de recibir el acompañamiento que merece una niña con ese nivel de excelencia, Stephora quedó expuesta a bullying racial, a protocolos rotos, a supervisión negligente y a decisiones que nunca debieron tomarse. La ironía es devastadora: una niña que el colegio celebraba públicamente como ejemplo de mérito terminó siendo ignorada en su vulnerabilidad real. Su talento importaba para las fotos y los reconocimientos, pero no para su seguridad ni su bienestar.
La historia de Stephora demuestra que, en un sistema sesgado por privilegios y prejuicios, ni siquiera ser brillante basta para obtener protección. Y eso revela que el problema no es solo negligencia: es un modelo educativo que reconoce méritos académicos, pero falla estrepitosamente en lo más básico: cuidar la vida de los niños que dice formar.
Protocolos que solo existen sobre el papel
En teoría, el sistema educativo dominicano está lleno de protocolos, resoluciones y circulares que hablan de “seguridad escolar”, “gestión de riesgos” y “protección de la niñez”. En la práctica, muchos centros los tratan como simple papel decorativo. El caso del Instituto Leonardo Da Vinci lo evidencia de forma brutal. No se trató de un error aislado, sino de una cadena de decisiones conscientes que pasaron por encima de normas claras y conocidas.
La excursión no fue reportada al distrito educativo, pese a que los lineamientos del Minerd exigen notificación y autorización previa, sobre todo cuando se trata de salidas fuera del plantel. No se elaboró, al menos de forma verificable, un plan de gestión de riesgo, ni una matriz de peligros, ni un protocolo de actuación en caso de emergencia. El requisito de contar con personal capacitado en primeros auxilios quedó, como tantas veces, en la retórica.
Más grave todavía, se permitió el uso de una piscina, aun sabiendo que desde 2009 el Ministerio prohíbe actividades acuáticas en excursiones escolares para evitar precisamente tragedias como esta. Esa prohibición no es un tecnicismo; es una barrera de protección que se decidió ignorar. A eso se suma la ratio absurda de 87 estudiantes para solo tres docentes, una cifra que hace imposible una supervisión responsable. En ese contexto, la negligencia y encubrimiento en la muerte de Stephora no son anomalías, sino consecuencias previsibles de un desprecio frontal por las propias reglas del sistema.
País sin supervisión real
Los protocolos no sirven de nada si el Estado no supervisa su cumplimiento. En República Dominicana, la supervisión suele ser reactiva: aparece después de la tragedia, nunca antes. Los negocios recreativos que reciben colegios rara vez son auditados con seriedad. Las direcciones distritales trabajan, en muchos casos, con plantillas mínimas, sin recursos ni capacidad real de fiscalizar a centros privados que se saben poderosos.
En este contexto, los colegios de élite operan como si estuvieran por encima del marco regulador. Diseñan sus salidas, pactan con fincas y “ranchos” recreativos, venden la experiencia a las familias y, cuando algo sale mal, responsabilizan a otros o se refugian en comunicados vacíos. La negligencia y encubrimiento en la muerte de Stephora no se explican sin esta cultura de autonomía sin rendición de cuentas.
Además, los informes oficiales tardan meses, las sanciones son débiles y los precedentes casi nunca se documentan públicamente. Así, el sistema envía un mensaje claro: es más peligroso incumplir con un pago de impuestos que violar un protocolo de seguridad escolar. Cuando el control administrativo es más fuerte que el control sobre la vida de los niños, la prioridad del Estado queda en evidencia.
El poder económico que compra silencios
El poder económico no solo se expresa en edificios lujosos, cuotas altas y apellidos sonoros. También se expresa en la capacidad de moldear el relato público y frenar la acción institucional. El Instituto Leonardo Da Vinci representa un nodo de esa élite santiaguera que influye en círculos empresariales, sociales y políticos. Cuando una tragedia ocurre dentro de ese ecosistema, el reflejo no es transparentar, sino blindar.
La negativa de la Fiscalía de Santiago a recibir la querella en primera instancia no es un detalle administrativo; es un síntoma de cómo operan los equilibrios de poder. Cuando la justicia se resiste a abrir un expediente que involucra a familias influyentes, el mensaje es que no todos los ciudadanos pesan igual. La desaparición o bloqueo de videos, el control absoluto sobre la narrativa, los comunicados fríos y calculados del colegio forman parte de la misma coreografía: ganar tiempo, bajar la presión, diluir responsabilidades.
Las denuncias sobre la presencia de hijos de familias ricas y de una fiscal en el entorno de los hechos elevan la gravedad del caso. Allí donde debería haber transparencia reforzada, aparece el silencio. En ese contexto, la negligencia y encubrimiento en la muerte de Stephora se vuelven inseparables de un sistema donde la justicia mide sus pasos según el poder de los involucrados. No es solo que el poder económico compre silencios; es que, a veces, alquila la conciencia de las instituciones.
Racismo ignorado olímpicamente
El componente racial en este caso no es accesorio, es central. El insulto “maldita negra” dirigido a una niña haitiana dentro de un centro educativo de élite no es una simple “mala palabra”, es violencia racial explícita. Un colegio que se vende como modelo de valores y excelencia no puede permitirse -ni ética ni legalmente- ignorar un hecho así. Sin embargo, eso fue lo que pasó: silencio administrativo y omisión activa.
La escuela conocía el conflicto, conocía el contexto de acoso y tenía la obligación de intervenir. Debió convocar a los padres del agresor, levantar actas, aplicar protocolos de convivencia, involucrar al departamento psicológico, proteger a la víctima y dejar constancia de todo. No lo hizo. Prefirió minimizar, diluir, despolitizar el racismo bajo el eufemismo de “indisciplina”. Esa decisión no es neutral: coloca a la institución del lado del agresor y no de la niña.
En una sociedad donde la niñez haitiana carga prejuicios históricos, la inacción se convierte en complicidad. Normalizar que un niño llame “maldita negra” a una compañera y seguir como si nada estuviera pasando es abrir la puerta a niveles crecientes de violencia. El desenlace trágico de Stephora no puede entenderse sin este contexto: una niña migrante y negra en un entorno donde el racismo no se nombra, pero se practica. Otra capa más de la negligencia y encubrimiento en la muerte de Stephora, pero esta vez, teñida de color de piel.
Responsabilidad directa de los propietarios del rancho
Los propietarios del rancho no son espectadores inocentes de un drama ajeno. Son actores responsables de un entorno de riesgo que administran, explotan y monetizan. Gestionar una piscina no es tener “un charquito de agua bonito para fotos”; es manejar un espacio de alto riesgo que exige normas estrictas. Sin salvavidas certificados, sin señalización adecuada, sin protocolos escritos, sin simulacros y sin una política clara para el manejo de grupos infantiles, la operación se convierte en ruleta rusa.
Permitir el acceso de un grupo escolar sin verificar que la escuela cuente con autorizaciones oficiales, sin exigir copia de los permisos, sin confirmar quién asume la coordinación de seguridad es, como mínimo, imprudencia grave. Pero cuando se trata de menores, esa imprudencia se eleva a irresponsabilidad estructural. No basta con que el negocio alegue que “solo alquila el espacio”: quien explota un entorno de riesgo tiene una obligación indelegable de prevención.
El hecho de que no hubiera salvavidas en el lugar el día de la tragedia es demoledor. No es un descuido puntual, es una forma de operar. Y cuando una niña muere por ahogamiento en una piscina sin personal de rescate, el dueño no puede esconderse detrás de contratos o tecnicismos: forma parte activa de la cadena que terminó en tragedia. Ignorar esta responsabilidad sería otra forma de encubrimiento en la muerte de Stephora.
Un Estado que renuncia a proteger
La reacción del Estado dominicano no fue la de un aparato que se sacude de indignación y se reorganiza para proteger a la niñez, sino la de una estructura fatigada, temerosa y abiertamente selectiva. El Minerd se limitó a declaraciones confusas y sanciones menores, en lugar de asumir que si un colegio privado viola reglas tan básicas, es también porque la supervisión oficial ha sido débil o inexistente. La Fiscalía de Santiago falló en el primer paso: recibir la querella. Y cuando una Fiscalía falla ahí, no estamos ante un problema técnico, sino ante un quiebre de la confianza pública.
Las autoridades políticas, por su parte, se refugiaron en frases neutras, casi decorativas. “Penoso”, “evitar especulaciones”, “esperar la investigación”. Mientras tanto, la familia caminaba de oficina en oficina, buscando lo que debería ser automático: instituciones que actúen sin miedo y sin cálculo político. Un Estado que realmente coloca el interés superior del niño en el centro habría intervenido con más fuerza, habría garantizado acompañamiento integral a la familia y habría marcado una línea clara entre poder privado y justicia pública.
Cuando el Estado se retrae, las reglas se vuelven voluntarias. Los colegios interpretan los protocolos a su conveniencia, los negocios recreativos operan sin estándares y las fiscalías eligen qué casos empujar y cuáles dejar languidecer. En ese vacío, la negligencia y encubrimiento en la muerte de Stephora no son una anomalía, sino el resultado lógico de un Estado que ha renunciado a su deber de proteger activamente.
No es un accidente: es un sistema roto
Llamar “accidente” a lo que pasó con Stephora es un acto de violencia semántica. Un accidente es un hecho imprevisto e inevitable. Aquí, en cambio, hubo una cadena de decisiones erradas, omisiones conscientes y reglas violadas. Una escuela que desoye protocolos, un rancho que opera sin salvavidas, autoridades que no supervisan, una fiscalía que bloquea una querella, una estructura social que tolera el racismo: nada de eso es imprevisto.
El sistema está roto porque los incentivos están trastocados. Sale más barato incumplir que cumplir. Cuesta menos pedir perdón público que invertir en medidas reales de prevención. Es más cómodo culpar al “destino”, a la “tragedia” o a la “imprudencia de los niños” que asumir responsabilidad institucional. Mientras esa lógica siga dominando, el país seguirá girando alrededor de la misma pregunta: ¿cuál será el próximo nombre después de la muerte de Stephora?
Un sistema roto no se repara con comunicados ni con discursos de ocasión. Se repara con sanciones ejemplares, cambios de práctica, supervisión seria y, sobre todo, con una decisión política clara: la vida de un niño no es negociable, aunque toque intereses de colegios prestigiosos, negocios influyentes o familias poderosas.
Instrumentalización del dolor infantil
En medio del dolor legítimo de la familia y de la indignación ciudadana, se ha abierto otra batalla vergonzosa: la de quienes quieren apropiarse del caso para alimentar sus cruzadas ideológicas. Por un lado, cierta derecha “patriótica” usa la tragedia para reforzar discursos de odio contra la población haitiana, como si la muerte de una niña justificara más racismo. Por otro, sectores que se presentan como defensores absolutos de la causa migrante instrumentalizan su historia para posicionarse moralmente por encima del resto, sin siempre escuchar a la familia ni respetar sus tiempos.
Ambas posturas deshumanizan. Convierten a Stephora en bandera, en símbolo, en excusa, pero no en persona. Y eso es exactamente lo que ella misma denunciaba en vida cuando hablaba de amor propio y dignidad: no permitir que otros definan nuestro valor. La justicia no debería responder a hashtags ni a bandos ideológicos, sino a hechos, pruebas y responsabilidades claras.
Cuando el dolor infantil se convierte en escenario de disputa, el centro se desplaza del objetivo real: garantizar verdad, reparación y cambios estructurales para que ningún niño, haitiano o dominicano, vuelva a morir en condiciones tan evidentes de abandono institucional. Honrar a Stephora implica también no usar su nombre como munición en guerras ajenas.
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